Australian War Memorial

Australian War Memorial
EXTERIOR DE MEMORIA DE LA GUERRA-AUSTRALIA

lunes, 24 de julio de 2017

"La codicia rompe el saco"


Por su importancia y actualidad, he tomado de la edición española de 1922 del libro “La guerra entre el Perú y Chile” de Sir CLEMENTS MARKHAM, el último capítulo, publicado por el semanario limeño “Hildebrandt en sus trece” del 9 de junio 2017.

En este capítulo el autor hace un balance de ganancias y pérdidas que arrojó esta guerra para cada uno de los países intervinientes, centrando su análisis en lo que cada uno de los países lamentablemente perdió, cómo esta guerra afectó al pueblo peruano que sufrió en carne propia el salvajismo, el robo, violaciones de mujeres por una tropa incontrolable cuando se embriagaba, con la anuencia y hasta cierto punto complicidad de quienes debían controlarlos disciplinadamente, en las ciudades y pueblos que ocuparon.

Describe el abuso al que fueron sometidos los ciudadanos, el pago de cupos y exacciones a que fue sometida una población abandonada a su suerte por Nicolás de Piérola y su gobierno, preocupados en huir del escenario principal de la guerra.

No fueron soldados los que premunidos de sus armas impusieron sus botas sobre una población indefensa, fue a no dudarlo una gavilla de potenciales delincuentes, que uniformados abusaron de la población y extranjeros avecindados en las principales ciudades especialmente en Lima.

“La costa entera del Perú con su capital cayó bajo la planta del vencedor, desde los días terriblemente cruentos de enero de 1881; mas la costa, si es la región mejor conocida del Perú, no es con mucho ni la mayor ni la mas importante de su territorio.

La antigua metrópoli imperial, la ciudad de los Incas, Cusco quedó fuera del radio de la ocupación chilena, así como los populosos centros departamentales andinos de Cajamarca, Huaraz, Tarma, Jauja, Ayacucho, Andahuaylas, Puno y Lampa. Arequipa se libró asimismo de los horrores de la guerra, si bien estaba al alcance de los invasores.

Consumado el desastre, el jefe supremo Piérola retirose a los valles altos de los Andes, deteniéndose por algún tiempo en Jauja y estableciendo al fin sus cuarteles en Ayacucho. El coronel Cáceres comandaba el escaso resto de las fuerzas que se retiraron de Lima. Desde el comienzo los conquistadores sintiéronse desazonados dentro de la capital.

Tras arruinar a la población costeña con cupos de guerra y dejarla exhausta, arrancando tan solo a Lima 1’000,000 de dólares, era evidente que la ocupación iba a trocarse por fuerza en una sangría a sus propios recursos, pues los impuestos crecidos a las mercaderías acaban por arruinar el comercio extranjero.

Al principio, las autoridades chilenas se inclinaron a abrir negociaciones de paz con Piérola, que todavía estaba a la cabeza del único gobierno reconocido del Perú. El ministro de los Estados Unidos. Mr. Christiancy, aseguró que Piérola estaba dispuesto a tratar, y el propio jefe supremo nombró a dos comisionados suyos con tal objeto.

Mas, de pronto, los chilenos declararon que no estaban dispuestos a tratar con él ni a seguir reconociéndolo por representante del gobierno peruano; y fundaban su rechazo en el cargo que les imputaba el secretario de Piérola, de haber violado el armisticio de Miraflores.

Que el cargo era cierto, aunque no hubiera intención dolosa en ninguna de las partes, se ha probado sin lugar a duda; mas esa circunstancia no lo hacía menos censurable. Así se produjo un rompimiento completo. Viendo algunos ciudadanos principales de Lima que no había probabilidades de que los chilenos negociasen la paz con el gobierno de Piérola, temerosos de las exacciones de los ocupantes y con la esperanza de deshacerse de ellos, iniciaron un movimiento para establecer un gobierno provisional.

Los chilenos en su trato con el desgraciado pueblo vencido, habíanse mostrado crueles y faltos de generosidad; pero nunca lo fueron más que en el nombramiento de gobernador militar de Lima. Confiaron dicho cargo al hombre que había sembrado ruina y destrucción en todo el norte del Perú, que había incendiado las casas de los civiles y las ciudades indefensas, robado cuanto le fue posible y sumido en la desolación a infinidad de hogares antes prósperos y felices.
El capitán Patricio Lynch fue nombrado gobernador de Lima, y se dispuso a ajustar cuentas al pueblo de la capital. Sus superiores parecían dispuestos a entrar en arreglos y le ordenaron que facilitase la constitución de un gobierno provisional. En tal virtud, una Asamblea compuesta por cerca de cien ciudadanos designó para el desempeño de la ingrata tarea a un eminente jurisconsulto, Don Francisco García Calderón.

García Calderón había nacido en Arequipa en 1832, en donde hizo sus estudios de abogado y residió hasta 1859, en que se estableció en Lima. Allí publicó su Diccionario de Legislación (1859-1862), obra de admirable erudición e investigación. En Lima fue abogado consultor de varias considerables firmas mercantiles, y reunió apreciable fortuna, sin desmedros de su justísima reputación de integridad y rectitud. Todavía ejerce gran influencia en Arequipa, su ciudad natal.

El gobierno chileno permitió que la nueva administración se instalase en el villorrio de la Magdalena, y allí inauguró su nuevo gobierno el Dr. García Calderón el 12 de marzo de 1881, congregando en torno suyo a varias personalidades influyentes(…)

Pero la circunstancia de que esa administración se organizase con permiso y bajo los auspicios de Chile debía ser fatal a su influencia y popularidad. Calderón convocó al Congreso anterior a la guerra; pero solo acudieron unos pocos representantes. Los chilenos cedieron el edificio de la Escuela Militar de Chorrillos para sede de las sesiones, y allí se reunió triste y vergonzantemente lo que se llamaría en Inglaterra Rump Congress (Congreso bastardo).

Figurabanse los vencedores que García Calderón y sus consejeros aceptarían cualesquiera condiciones de paz que gustaran imponerles; pero el congreso se negó a conceder al presidente autorización para convenir en la menor cesión definitiva de territorio y, en consecuencia, el 23 de agosto, hubo de disolverse.

Mientras tanto, García Calderón acariciaba esperanzas de intervención de los Estados Unidos, esperanzas a que dio cuerpo el reconocimiento que el 26 de junio hizo de su gobierno el ministro americano. Viendo surgir tales expectativas y que el Dr. García Calderón era demasiado honrado y patriota para ser un instrumento en sus manos, los chilenos resolvieron derribar al que habían elevado. El gobierno de García Calderón fue pues, abolido con tosca brutalidad por el Gobernador Lynch el 28 de setiembre, y su jefe llevado preso a Chile.

Entretanto el supremo jefe Piérola convocaba una Asamblea Nacional en Ayacucho y renunciaba ante ella sus poderes dictatoriales el 28 de julio. Los representantes lo eligieron presidente provisorio; más sintiendo él su fracaso y que el partido más patriótico era retirarse, al menos por un tiempo, renunció al supremo cargo el 28 de noviembre de 1881, se dirigió a Lima como simple particular y se ausentó luego del país. A la vez, se retiraban a la vida privada los generales Buendía y Silva.

Por la forzada ausencia del Dr. García Calderón, hízose cargo del gobierno el almirante Montero, en su calidad de vicepresidente. Permaneció durante algunos meses en Huaraz, al norte del Perú; pero en agosto de 1882, se dirigió a Arequipa donde fue recibido con entusiasmo. Consagrose luego a constituir un nuevo gobierno(…).

Bolivia se ha mantenido fiel a su aliado y se ha consagrado también a la reorganización de su ejército. En setiembre de 182, Montero avanzó hasta la Paz a entrevistarse con el general Campero; y parece que la resolución de los aliados es mantenerse en armas hasta que los chilenos acepten condiciones de paz más justas y racionales.

Cubierto de heridas, arrasado su extenso litoral, segada la flor de su juventud, el país de los Incas arrostra aún al enemigo heroicamente. En esta hora de supremo peligro, ha desaparecido toda disensión civil y los más turbulentos espíritus hacen olvidar sus pasadas revueltas con su patriótica devoción al deber frente al enemigo.

En la guerra entre países civilizados, el vencedor procede como si su enemigo pudiese convertirse más tarde en amigo, y procura disminuir, antes que aumentar inútilmente, el peso de la desgracia humana que causan sus nefastas operaciones; pero los chilenos hicieron lo contrario: han hecho saborear a sus antagonistas toda la amargura de la derrota con mil formas de ultraje y de violencia y mediante un plan de pillaje total, y han dilatado innecesariamente el área de las operaciones hostiles.

En Lima han arrancado a los particulares cuantiosas sumas de dinero y han capturado y prendido a muchos ciudadanos importantes a los que han desterrado a remotas regiones de Chile. Han trocado en cuarteles y robado y destrozado los tesoros de los planteles educativos, incluso los colegios de San Carlos y San Fernando, al Escuela de Artes y la Biblioteca Nacional, dejando a los estudiantes peruanos sin libros instrumentos de aprendizaje, ni instrucción.

A la vez, efectuaban excursiones de pillaje al interior, desde varios puntos de la costa: Poco después de la ocupación de Lima, el coronel Arístides Martínez, con una fuerza suficiente, desembarcó en Chimbote y ocupó la ciudad de Trujillo. Otra fuerza menor se apoderó de Pacasmayo. Una tercera se aventuró hasta lo minerales de plata de Cerro de Pasco y llegó hasta Huánuco, en donde hizo una atroz carnicería de indios semiarmados.

En enero de 1882 una fuerza de 5,000 hombres ocupó los valles de Tarma y Jauja, comandada por el coronel Del Canto, quien puso guarniciones, así como en Oroya, en Concepción y Huancayo. Despachose otros destacamentos a Cañete, Chincha, Pisco e Ica al parecer con el simple objeto de saquear y matar sin motivo.

En la época incaica habitaba en el valle andino de Jauja, ubicado entre las cordilleras marítimo y oriental, una tribu llamada Huanca, que muy pronto se adaptó y asimiló a la civilización cuzqueña. Dichos huancas opusieron tenaz resistencia a los soldados de Pizarro; pero las bajas y sufrimientos que les causó la crueldad española curolos en parte un hábil sistema que elevó a las víctimas muy por encima de sus opresores europeos.

Levantose en cada aldea del valle de Jauja una cuenta exacta, con ayuda de los quipos, de las pérdidas que sufriera cada uno al paso de los conquistadores; la suma total se dividió entre el número de aldeas, y las que habían sufrido más allá del promedio común recibieron auxilio y socorro hasta una cantidad igual a la de las que sufrieran menos.

Mas ahora los descendientes de los huancas iban a padecer una invasión más cruel aún. Rechazaron bravamente las incursiones saqueadoras de las guarniciones chilenas, armados solo con lanzas y hondas, y, como sus ascendientes, fueron implacablemente victimados y sus casas derrunbáronse entre las llamas.

Pero el auxilio estaba cercano. Desde principios de 1882 el general Cáceres hallábase en Ayacucho ocupado en organizar activamente un ejército para defender el interior del Perú, hasta que en julio pudo entrar en campaña. El coronel Del Canto se acuartelaba en Huancayo al frente del grueso de la división chilena y había una guarnición de setenta y siete hombres del regimiento Chacabuco en la ciudad de Concepción. El primer encuentro se realizó en Marcavalle, villorio a tres leguas de Huancayo.

Enseguida los peruanos avanzaron hasta Concepción y, tras porfiada defensa de sus cuarteles, la guarnición chilena fue deshecha el 9 de julio de 1882. Entonces Del Canto reagrupó a las otras guarniciones de Tarma, Jauja, Huancayo y se retiró por la vía de Oroya hasta la estación terminal de Chicla, no sin reducir Concepción a cenizas en represalia por la derrota chilena.

Entretanto, un corto destacamento peruano, a órdenes del coronel Tafur, había cruzado Oroya y acampado en las alturas de Casapalca. Sorprendiolo allí el teniente Stuven al frente de 300 carabineros y lo obligó a retirarse tomándole cuarenta y ocho prisioneros. No obstante, los peruanos permanecieron en las cercanías en actitud hostil; y Stuven, a quien estorbaban sus prisioneros, decidiose a cometer un crimen que prueba la profunda desmoralización que corroía a los chilenos. Ordenó a los infelices que formasen en línea y los hizo fusilar hasta el último.

De rematar a los heridos encargose el afilado corvo araucano. Continuando luego su retirada, los invasores, manchados por tan infame acción, evacuaron el valle de Jauja. El general Cáceres despachó entonces algunas tropas a ocupar por una marcha de flanco un punto del ferrocarril para cortar la retirada a Del Canto.

El 22 de julio la guarnición chilena de 100 hombres de San Bartolomé, Estación del Ferrocarril Central situada a cincuenta millas de Lima, fue resueltamente atacada por aquellas fuerzas; pero recibió refuerzos de Lima, llevados por el general Gana, y los atacantes hubieron de retirarse en buen orden a las montañas. Los chilenos arruinaron varias aldeas más en el curso de la línea y acabaron por retirarse hasta Chosica, lugar situado a 24 millas de Lima.

El general Cáceres limpió, por lo tanto, de invasores esa región del Perú. Estableció sus cuarteles en Tarma en agosto de 1882 y prosiguió en su obra de armar y organizar fuerzas. Huancas, iquichanos, pocras y morochucos afluían a sus banderas por millares, listos todos a defender sus queridos valles contra la invasión; pero la tarea de armar y adiestrar a esas muchedumbres ha de ser lenta y difícil.

Con todo, su jefe es de los que no cejan fácilmente en su empeño. Ayacucho es la tierra natal de Andrés Cáceres. Allí lo rodea su propio pueblo. Todos saben que es el caudillo que ha peleado por su patria en casi todas las acciones que se han librado en el territorio nacional desde que puso el pie el invasor en Pisagua. Cubierto está de gloriosas heridas.

Ha visto a los chilenos huir en Tarapacá ante sus bravos ayacuchanos y aquella jornada justifica la esperanza que inspira de nuevos triunfos para la buena causa. Es veterano de comprobado valor, larga experiencia militar y capacidad.

Extensión tan inútil de los horrores de la guerra, como la que hicieron en el centro, proyectaban los chilenos realizar en el norte del Perú, cuya defensa dirigía el coronel Miguel Iglesias. En consecuencia, una fuerza de 300 hombres partió del puerto de Pacasmayo a internarse en el valle de Jequetepeque, con el propósito de asolar el departamento de Cajamarca; pero Iglesias le salió al paso, en San Pablo, a doce millas de Cajamarca, la derrotó y puso en fuga a Pacasmayo, tomándole su hospital de campaña. Reforzados después, regresaron y, al cabo, siguiendo las huellas de Pizarro, entraron en Cajamarca como invasores.

Después de reducir a escombros dos de sus antiguas iglesias e incendiar varias aldeas evacuaron la histórica ciudad, tan celebre por idénticos crímenes perpetrados en su recinto hace 350 años. Destruyeron enseguida el pueblo de Chota y retornaron por fin a la costa, en diciembre de 1882.

Los frutos que recogió Chile de esas hazañas de conquista fueron la rápida degradación moral de los individuos que la realizaron. Al principio solo cebaron su barbarie en la propiedad pública; más tarde bombardearon ciudades indefensas; en breve, no respetaron ya la propiedad privada y enviaron a Lynch a que robase y destruyese a ciegas; vinieron enseguida, los saqueos de cuadros y bibliotecas públicas.

Hasta entonces, al menos así se declaraba, todo se hacía en beneficio del estado; pero, al fin, oímos hablar de rapiñas en masa y de extorsiones que enriquecían a los jefes; y los cargos han sido tan graves que el capitán Lynch se ha visto obligado a llevar al coronel Letelier y a otros oficiales ante consejos de guerra. Tan rápido es el descenso por la senda del egoísmo y de la inmoralidad.

Ahora nos queda por hacer el balance de las ganancias y pérdidas de los beligerantes. Chile ha enloquecido de orgullo por sus gloriosas victorias, se ha apoderado de grandes cantidades de objetos de guerra y ha arrancado cuantiosas sumas de dinero a los particulares. Ha conquistado la costa íntegra de Bolivia y la provincia de Tarapacá y tiene a su disposición el resto del litoral peruano.

La capital de su enemigo está en sus manos; sus pobladores, bajo su planta. Ha sembrado la ruina, la desolación y la muerte en la república vecina; ha sumido en el duelo y la desesperación a millares de esposas y de madres, para saciar su sed de gloria; ha asolado miles de hogares y arruinado a innumerables familias.

Son, se dice, las inevitables consecuencias de la guerra; y Chile, con su nuevo espíritu, sonríe indudablemente ante tales consideraciones. Pero ¿dónde está su efectiva ganancia líquida? En la apropiación de un abono que pertenece a sus vecinos. ¡Eso es todo! Y de este provecho hay que descontar la pérdida de sus virtudes de justicia, de humanidad, de amor a la paz. Tales son sus pérdidas. Más la de que, en adelante, como no enmiende rumbos, ha de sufrir aún más del predominio del elemento militar y de las ideas que engendra la conquista.

La sola esperanza que le resta es que, al cabo, oiga mejores consejos. El 18 de setiembre invistió la primera magistratura un nuevo presidente, don Domingo Santa maría. Nacido en 1925 y graduado en la Universidad de Santiago, el señor Santa María ha tenido larga experiencia en la administración pública; y también ha conocido la adversidad. Miembro del partido liberal y mezclado en sus intentos revolucionarios, ha sido por dos veces desterrado.

En la primera vez en 1852, halló un hogar en Lima, en su segundo destierro fue a residir por largo tiempo a Europa. En 1863 fue ministro de Hacienda y en 1866 firmó con el Perú el tratado ofensivo-defensivo contra España. En su calidad de ministro de Relaciones Exteriores dirigió las negociaciones de mediación con el señor Lavalle, antes de la declaratoria de guerra.

Es de esperar que el señor Santa María, que en su prolongado destierro halló hospedaje en el Perú y tuvo relaciones tan amistosas con los peruanos, tenga la energía suficiente para contrarrestar los sanguinarios instintos del pueblo chileno y emplee su influencia en dar generoso o cuando menos considerado tratamiento a sus vecinos. La política contraria será siempre, al cabo, más nociva para Chile que para el Perú. Los políticos chilenos deberían tener muy presente el viejo proverbio La codicia rompe el saco.

La patria de los Incas, gracias al odio de los tenedores de bonos, se ha visto torpemente juzgada. Poniendo de lado la opinión de esos financistas y especuladores, concluyamos con la evaluación de las pérdidas y ganancias del Perú. Las primeras son las gloriosas victorias, los combates homéricos, las titánicas luchas que Chile proclama a son de trompeta a todos los vientos, pérdidas en verdad, fuertes. El salitre no debe entrar para nada en nuestro balance.

El Perú ha perdido a sus hijos más valerosos, su ejército y su armada, la flor de su juventud. Al lado de pérdidas tales, la provincia desierta, el abono y otras cosas por el estilo nada significan. ¿Y las ganancias? Consisten en consuelos heroicos, brillantes ejemplos, memorias honrosas que para el infortunado pueblo han de reemplazar al provecho efectivo. Quizá el sacrificio del héroe de Angamos sea en lo porvenir positiva ganancia para su país.

El modo como cayó el valeroso Espinar frente a los cañones chilenos también es un provecho. La flor de la raza incaica segada en la Cuesta la Visagra a punto de obtener la victoria no es una pura pérdida. El Perú perdió a sus hijos, pero ganó ejemplos heroicos y altas memorias. Esas hazañas y muchísimas otras semejantes son hazañas de patriotas.

No habrían podido ser tales, de producirse en una guerra civil o por injusta causa; pero como se produjeron en defensa de la patria contra enemigos extranjeros, son motivo de legítimo y glorioso orgullo; y el pueblo debe considerarlas como ganancia efectiva. Por otra parte, los desastres han de haber enseñado patriotismo y verdadero sentido del deber a los gobernantes.

Sin embargo, hoy todo parece tétrico y confuso. El Perú aguarda en angustiosa suspensión, pero con la frente en alto, condiciones de paz racionales. Ha de cederse la provincia entera de Tarapacá hasta Camarones. Con ella se irán el nitrato y el guano, pero también los reclamos derivados de sus rentas.

Esas falsas riquezas solo han sido una maldición en manos de sus dueños, porque suscitaron y alentaron a los financistas. Ahora son los trofeos de guerra. Habrá de padecerse también otras exacciones. Hasta aquí Chile no se ha manifestado considerado ni generoso. Pero cuando el conquistador entre en razón, el Perú será aún más rico y sabio en el porvenir.

El país de los Incas era una tierra de cuantiosos recursos naturales antes de que se descubriese el salitre y lo será más tarde, ya desaparecido este. El Perú comenzará su nueva vida, libre de la deuda externa aneja al fertilizante, pues aquella corre la suerte de este; pero todavía le espera brillante y próspero futuro en su camino.

Mientras Piérola ocupaba todavía el poder, Don Melchor Terrazas llegó a Lima como plenipotenciario de Bolivia, para negociar un tratado de unión de ambos países. La discusión de los detalles fue satisfactoria y la unión del Perú y Bolivia bajo la fórmula de Confederación Perú-Boliviana se proclamó el 16 de junio de 1880. Posteriores desastres impidieron que prospere ese proyecto, y por otra parte, Chile, celoso de todo plan que signifique el progreso de sus vecinos, lo tacha.

Pero Chile es ultra vires (Por encima de las fuerzas) en este asunto; y si ambas repúblicas llegan a la convicción de que su alianza les será ventajosa, así se hará; de no, seguirán siendo vecinos amistosos, cuya amistad fortalecerán los recuerdos de las gloriosas luchas fraternas en Pisagua, en San Francisco, y en Tacna. Aún brilla la esperanza para ambos países, a despecho de la desastrosa invasión, peor que de los antiguos conquistadores, que ha enlutado sus hogares; todavía cuentan con elementos de progreso pacífico y de prosperidad la tierra de la ciudad sacrosanta y la tierra del lago sagrado”.







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