Australian War Memorial

Australian War Memorial
EXTERIOR DE MEMORIA DE LA GUERRA-AUSTRALIA

sábado, 11 de marzo de 2017

El Porqué de la guerra

Nota de Redacción:
Por su importancia y actualidad, he tomado el prólogo a la edición española de 1922 del libro de Sir CLEMENTS MARKHAM “La guerra entre el Perú y Chile”, escrita por el historiador peruano Horacio Urteaga López. El historiador, escritor y político peruano Horacio Urteaga es poco conocido, porque sus obras se centran en las épocas incaica y colonial. Sin embargo, ha sabido resumir los pestilentes y ambiciosos  motivos, que movieron a la élite chilena, para iniciar una guerra alevosa y traicionera, contra dos hermanos de la américa. 
A continuación, les ofrecemos algunos datos obtenidos de la web, con el compromiso futuro de indagar, investigar y obtener otros datos, que complementen los que nos ofrece Wikipedia
Horacio Urteaga fue hijo de José Ascencio Urteaga García y Tomasa E López Portocarrero. Su educación primaria la cursó en el Colegio del Arco, y la secundaria en el Colegio Nacional San Ramón, de su ciudad natal. Era todavía alumno cuando compuso dos dramas en verso, que representó con sus compañeros de colegio: Cleopatra o la pasión de los reyes y La calumnia en el campamento.
En 1897 se trasladó a Lima e ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde se graduó de doctor en Letras (1901) y en Jurisprudencia (1904), recibiéndose también de abogado. En 1904 resultó elegido diputado por su provincia natal. En 1909, al concluir su mandato legislativo, pasó a Puno, donde se desempeñó como director del Colegio Nacional Santa Isabel (1912-1913).
En 1907 se casó con Julia Cazorla Herrera con quien tuvo 5 hijos: Cecilia, María Graciela, Franklin, Caridad y Bertha. Con María Marquez Abanto tuvo dos hijos: Miguel Horacio Javier y Renan. Se casó por segunda vez en 1936 con Graciela Timoteo Paz, con quien tuvo tres hijos: Marta, Nelson y Enrique.
Nuevamente en Lima, fue profesor de Historia del Perú en el Instituto Pedagógico Nacional (1914-1930); catedrático de Historia de la Civilización Antigua y Media (1915-1930 y 1935-1944), Arqueología Americana y del Perú (1923-1928), Historia de los Incas (1930) y Fuentes Históricas del Perú (1935-1944) en la Facultad de Letras de San Marcos, de la que fue decano en 1930 y 1935-1945.
Simultáneamente, fue director del Archivo Nacional (1917-1944) y como tal dirigió la Revista del Archivo Nacional (1920-1944). Fue también director del Museo Arqueológico Víctor Larco Herrera y director de la Revista de Arqueología (1923-1924). Vicepresidente (1934-1935) y presidente de la Sociedad Geográfica de Lima (1935-1943). Vicepresidente del Centro de Estudios Histórico-Militares.
“Chile, que ocupa en América la faja de tierra que deja la Cordillera de los Andes desde el grado 30 de latitud sur hasta la Tierra de Fuego, ofrece en las dos terceras partes de su suelo ingrata morada para el hombre. Desde el río Paposo, que es su límite arcifinio por el norte, hasta las márgenes del Aconcagua, es decir del grado 25 al 32, en una extensión de más de 90 leguas, el desierto árido, seco e inclemente es aterrador; los ríos que descienden de la Cordillera de los Andes son bebidos por la arena a la mitad de su curso hacia el océano. Las aguas del Paposo no han besado nunca el mar. Al Copiapó lo sorbe la avidez la arena, tierra adentro, y solo el Limarí vierte sus lágrimas lentamente sobre barreras de greda que lamen las olas. Desde el sur de Valdivia hasta la Tierra de Fuego, entre los grados 40 y 54 de latitud sur, en una extensión de más de doscientas leguas, la rigidez del clima agosta la vegetación, y la nieve, cubriendo el suelo, convierte al hombre en ictiófago, si quiere escapara a la muerte. Solo desde el rio Choapa al Negro, entre los grados del 32 al 40, es posible la cómoda vivienda humana.
En esta superficie de suelo existía la más densa población aborigen cuando aparecieron las legiones peruanas del Inca Túpac Yupanqui. El valor y disciplina de las tropas imperiales impusieron la obediencia a los hijos del Sol a esas gentes tan indómitas como feroces. Los amautas quechuas implantaron entonces la administración imperial hasta las orillas del Bío-Bío, empujando a las naciones salvajes, ingratas a la cultura, a las frías regiones del Arauco y del Cautín.
Grandes fueron entonces los beneficios de la conquista quechua: las guerras de tribu a tribu, entre esos régulos, cesaron dentro del rigor disciplinario de la política imperial; una legislación humana garantizó la vida la vida y el fruto del trabajo, allí donde el envenenamiento y el robo eran medios ingeniosos para hacer fácil la existencia; el feroz despotismo de los caciques cesó de atormentar a los pobladores indígenas y, al amparo de la paz, principiaron los chilenos: atacames, pincos, cauquis y antallies, a desarrollar sus industrias agrícolas, dulcificar sus costumbres y convertir sus feroces instintos en hábitos de orden, y sus bajas pasiones en tendencias hacia fines más altos.
Organizados aunque pobres, sujetos a las pocas satisfacciones que les obsequiaba su suelo, los encontró la conquista española. Los incas peruanos los habían salvado de la miseria y garantizado, junto con el orden, la tranquilidad. Para el bárbaro expuesto a hambrunas caninas y a perennes inquietudes, la fuerza de una autoridad previsora y justa constituye la plena dicha.
Cuando el viejo Almagro acompañado del inca Paullo, intentó la conquista de la tierra, cruzó los páramos andinos y los desiertos por las vías imperiales que trazaron los Hijos del Sol. Las agrupaciones de viviendas de los atacameños congregaban familias, aunque pobres, tranquilas y felices, sujetos al régimen de trabajo de los súbditos del Imperio, a la obediencia de los jefes de tribu impuestos por el poder central, y a la estricta vigilancia de los visitadores regios. La vida se intensificaba allende el Paposo y el Cautín, pero la vida de simplicidad tan rústica que casi rayaba en la miseria.
Las márgenes de los ríos, cuyas escasas aguas empapaban el suelo en estrecha faja, ofrecían al agricultor escaso fruto, y solo el mar, con su abundante pesca, satisfacía las necesidades cotidianas. Copiapó aún no había revelado la riqueza minera que encerraba en sus cordilleras, las gentes del país apenas usaban otro metal, para sus utensilios y precisas herramientas, que la ordinaria tumbaga y el cobre, que importaban los collasuyos.
Los soldados de España, ante la visión de desiertos infinitos y de peladas cordilleras, de pobreza de suelo, y de gentes cuyo vocabulario, de ingratas lenguas, no contenían ni las expresiones con qué designar los metales preciosos, abandonaron ese país, ‘pelado y enfermo de miseria’ según el dicho de un cronista, y convirtieron sus ambiciones y ensueños al Perú; hacia ese Cusco paradisiaco que se ofrecía como tierra de promisión. En la prosecución de ese soñado ideal, vio el viejo conquistador apagarse su mala estrella y un cadalso concluyó con su esperanza.
Valdivia asentó el dominio de los reyes católicos y la imposición de la fe allende el Maule. Halló en los antiguos súbditos de los quechuas, valiosos auxiliares y, rechazando a los indómitos araucanos hacia el sur echó las definitivas bases de la colonización, elevando las ciudades de El Imperial, Concepción, Santiago y Valdivia. Más que la codicia del oro, desconocido en el país, movieron al conquistador sentimientos elevados: la gloria y el poder.
El destino no quiso que diera cima a su empresa, y el sacrificio en la carrera de sus triunfos cortó su camino de ascenso hacia la gloria, solo que la ironía de la suerte quiso hacer la grandeza de su fama, aunque póstuma, inmarcesible, dándole un cantor que, para ponderar su bélicas acciones y su constancia, idealizó la ferocidad del salvaje, haciendo de la confabulación de las hordas, acuerdo de patrióticos comicios, y del rencor y alevosía bárbaras, explosiones de valor heroico de las que son capaces únicamente nobles corazones.
Otros más felices que Pedro de Valdivia, de la simiente que este echara, habían de aprovechar mejor el fruto: Villagra y don Lope García de Castro concluyeron la pacificación del país; los indios de Arauco, fieros e indómitos, quedaron reducidos a las heladas regiones allende el Bío-Bío, es decir, a los antiguos límites a que los redujo la conquista incaica. Desde entonces comenzó para Chile la dominación de España. Pobre y mísero retazo de suelo agregado a los vastos y ricos territorios del Perú, la distancia a que se hallaban sus centros poblados del capital del Virreinato determinó su parcial autonomía.
La corona formó de esos territorios cuasi inservibles una Capitanía dependiente del gobierno del Perú, y, para satisfacer las urgentes necesidades de la nueva administración, imposibilitada de sostenerse con las entradas del país, ordenó que las Cajas Reales de Lima acudieran con su subsidio. Este fue necesario aun en la época del mayor rendimiento de su hacienda y bajo su mejor gobernante, el ilustrado y probo irlandés don Ambrosio de O’Higgins, que lo reclamaba urgentemente para el sostén de su gobierno e independiente del que se votaba para el socorro de las tropas y empleados en los presididos de Valdivia, Chilóe y Juan Fernández. La Memoria del Virrey La Croix, es, a este respecto elocuente.
Por más que una inmigración de gentes laboriosas, importadas de las provincias vascas, allegaran una base étnica favorable a la colonización de las nuevas tierras, es lo cierto que un maligno mestizaje habíase formado lentamente en las poblaciones chilenas. Pendencias y reyertas sangrientas, latrocinios y escándalos, provocaban la alarma de gentes pacíficas y motivaban las quejas de los gobernadores que pedían correctivo merecido a tamaños desmanes. Junto al rollo jurisdiccional, el garrote y la horca, alternaban, en las plazas de las ciudades de Chile, con las cruces que el celo religioso levantaba para recuerdo de misiones penitenciales.
Más tarde la ciudad de Valdivia vio elevarse el primer presidio para servir de reclusión a los desalmados; Chiloé asiló a una nueva colonia delincuente; Juan Fernández tuvo el estigma de sostener otra tétrica casa de reclusos. Eran los expulsados de los pueblos y ciudades colonizadas, barridos como gérmenes infectos, y cuya podredumbre se circuía entre los espesos muros de un presidio. Chile fue, por esto, mirado con recelo; sus sombrías ergástulas, donde se recogía el bandidaje de la América del mediodía, fueron una sima de la moral humana, en esos tiempos en donde el sistema penalista de las cárceles no llevaba a la regeneración sino al engendro de oscuras pasiones y de perversos instintos, que, lentamente, inoculaban los libertados en el cuerpo social donde la suerte los hacía ingresar.
No faltaron centros sociales ponderados en Santiago, Valparaíso, Concepción y El Imperial: gentes de rica estirpe se avecindaron a duras penas en las ciudades de Chile, cuando las necesidades en el servicio público de sus jefes de familia las obligaban a residir en el país por largo tiempo, pero su influencia no se dejaba sentir como el contrapeso a un desequilibrio moral que se acentuaba día a día. Hay que buscar en esas lejanas manifestaciones del alma colectiva los instintos amorales del bajo pueblo chileno, que se revelaron con caracteres de barbarie desenfrenada en el periodo luctuoso de la Guerra del Pacífico, y principalmente en los tristes días de la ocupación de Lima (1881-1883).
Hay que buscar también en esas pasadas urdimbres del alma colectiva, generada a base de una moralidad enfermiza, la hipocresía y falacia de la política chilena, el maquiavelismo de sus hombres públicos y la conducta escandalosa de su diplomacia que ha hecho de la mentira declaración cotidiana, del cinismo un hábito y del egoísmo regla de conducta.
Adosado Chile, entre la Cordillera y el mar y dueño únicamente de una faja de suelo que le daba escaso fruto para su sustento, por una ley histórica infalible que le impone la necesidad, hubo de buscar su expansión a costa de los hombres o los elementos.
Los fenicios del antiguo Oriente, dueños también de una faja de tierra ingrata y rodeados de poderosas monarquías y del mar, lanzáronse en sus bajeles a la conquista de os mercados del mundo, y lo que no pudieron sacar del suelo, lo extrajeron de las tierras ajenas, haciendo del egoísmo y la mentira la mentira suprema ley de su vida.
Chile tiene, como Fenicia, por barrera el mar y los ricos territorios de sus contornos: la expansión por la vía marítima, y la ruda labor industrial que pudo emprender con sus riquezas naturales y su ingenio, eran obra penosa. Inglaterra, la insular nación, de tierra también áspera, ingrata y estrecha para el hombre, en donde la labor perseverante y la tena faena, a base de propias energías y de conquistas de la inteligencia, han hecho la fortuna y la grandeza de sus hijos, no era para Chile ni modelo ni estímulo; mucho más fácil y rápido le era ganarse la vida y la satisfacción apropiándose sin mayor trabajo y seculares fatigas, de los bienes de extraño patrimonio. Su instinto, marcado por las leyes inflexibles de su psicología, no le hizo vacilar en la decisión: a la honradez y lealtad británica, prefirió la fe púnica de los semitas siriacos.
En las estrecheces de una vida así desesperada a fuerza de intensas privaciones, Chile proyectó el despojo a sus vecinos. Si no hubieran existido los depósitos de nitrato de allende el Paposo, la codicia de los chilenos hubiera tenido como tentación las pampas patagónicas. Una intensa vida agrícola en esas planicies australes los habría arrastrado a una lucha desesperada por su posesión y la secuela de calamidades que en el norte trajo el salitre las habrían provocado los pastales y humus del mediodía.
A la estrechez provocada por el ingrato medio se unía la exigencia de la vida institucional que imponía la república enormísima carga: presupuesto administrativo, mantenimiento de las milicias, sostén de escuadra y, por fin, ya en 166, con una orientación política definida, los preparativos bélicos para el asalto a las posesiones salitreras de Bolivia y Perú.
Iniciose entonces esa ocupación parcial y progresiva del litoral boliviano. En 1864 la audacia del gobierno hizo aprobar una ley que declaraba de propiedad nacional los guanos situados al sur del paralelo 23 que pasa por Mejillones. ‘Esta medida, dice un escritor chileno, importaba la declaración oficial de que el límite norte de la República pasaba por el grado 23°’. Lo curiosos en este poder legislativo es que la ley estaba en desacuerdo con la declaración constitucional que marcaba el desierto de Atacama y el río Paposo como su límite por el norte. Pero poco importaba a los hombres de gobierno en Chile esta disconformidad entre las leyes de demarcación territorial y sus declaraciones de propiedad sobre terrenos despojados. La invasión siguió ejercitándose año tras año. Donde se fijaba una explotación salitrera con capital chileno ya podía adivinarse un avance de soberanía. Bolivia, dueña del suelo, tentaba hacer valer sus derechos de dominio con las manifestaciones externas de gobierno y administración sobre tierra y pobladores, ‘sufriendo a diario la altanería de la población chilena que hostilizaba a las escasas autoridades bolivianas y se organizaba contra ellas en sociedades secretas de resistencia y ayuda mutua’, dice un honrado escritor chileno.
¡La conducta de Chile en sus relaciones con Bolivia desde 1864 hasta 1878 es un patrón de ignominia! Hoy, un avance en tierra ajena; luego una ley de extensión jurisdiccional; protesta de Bolivia; reclamación diplomática consiguiente, donde la sutileza, el maquiavelismo y por fin la altanería chilena se perfila; por fin, transacción entre el lobo y el cordero. El amor a la paz, el temor de nuevos despojos y la impotencia para contener a su contendor, poderoso, atrevido y resuelto, obligaron a Bolivia a ceder y ceder sin fin.
Chile, fuerza es confesarlo, tenía además en lo que llamaba el negocio de los salitres, un programa político fijo e invariable, que sus gobiernos cumplían sin vacilar. Bolivia, en continua anarquía, con gobiernos de hecho inestables, preocupados de su seguridad interior, ofrecía un ancho campo a la especulación de la oligarquía del Mapocho, que, ya con la amenaza, ya con la promesa, la adulación o la dádiva, arrancaba enormes concesiones que provocaban, de cuando en cuando, en el pueblo boliviano, justas iras.
Estas concesiones y los métodos empleados para conseguirlas llegaron a su colmo bajo el gobierno del boliviano Melgarejo, en el que la diplomacia chilena consiguió un espléndido triunfo: el tratado de 1866.
El ilustrado y probo escritor chileno don Francisco Valdez Vergara, juzga así la enorme injusticia de ese pacto, arrancados por medios tan indecorosos como vedados a políticos cultos y a pueblos cristianos. Dice así: ‘Bolivia había recibido afrentas de nuestra parte, tenía agravios que vengar. Era nuestro vecino inmediato en el litoral del norte, había discutido con nosotros exitosamente sobre la fijación de la frontera, y nosotros habíamos concluido esos litigios pactando un tratado de límites por medios que no fueron decorosos’.
Por más que Bolivia, después de la caída de Melgarejo, tratase de aminorar el mal impreso a su soberanía por el pacto del 66, cohonestando la intervención chilena más allá del paralelo 24, nada consiguió, y, tras dilaciones y engaños de la diplomacia chilena, se vio forzada a comprometerse en un nuevo arreglo (1874), en el que, aun suprimida la odiosa medianería de Chile en la explotación del salitre, conservó el límite del tratado del 66, es decir, sancionó el despojo llevado a cabo bajo la tiranía de Melgarejo.
La implacable voracidad chilena alarmó a los políticos del Altiplano, que buscaron entonces una alianza salvadora, y el mismo negociador boliviano del año 74, que había procurado una solución amistosa y definitiva con Chile, fue también el patrocinador de una alianza defensiva con el Perú, en guarda de la soberanía e integridad territorial de los dos países amenazados.
Que este pacto de alianza no tuvo fines agresivos ni lo inspiró un sentimiento egoísta, sino el deseo de conservar la armonía y la paz entre pueblos hermanos, lo han probado los hechos y un acervo de documentación incontrovertible y emanado, en gran parte, de los archivos de Chile y de la correspondencia oficial y reservada de sus hombres públicos.
Es interesante apuntar aquí lo que un honrado escritor santiaguino publica en el más intenso momento de la chilenización de Tacna y Arica. Al hacer el balance de la política internacional que siguieron el Perú, Bolivia y Chile antes de la guerra, se expresa así: ‘Es interesante anotar que el ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia, Don Mariano Baptista, que desafió la impopularidad para imponer el tratado de 1874, que significaba la paz con Chile, fuera el mismo que un año antes como  Ministro de Relaciones exteriores del presidente Ballivián había prohijado el Tratado Secreto con el Perú, lo que prueba que ese tratado no era ofensivo, sino meramente defensivo, como lo dice él expresamente, ya que no es posible suponer tamaña discontinuidad en la acción de un solo hombre’.
Los incidentes diplomáticos que se siguieron entre Chile y Bolivia después de firmado el tratado de Alianza conocido por Chile desde su iniciación, prueban hasta qué punto llevaron los dos países aliados su buena fe en el trato con el detentador, y el profundo anhelo de conseguir una paz durable, Chile, en cambio, que aún conservaba superioridad naval respecto del Perú, se allanaba, hipócrita, a los arreglos, y, sin resolverlos definitivamente, dilataba, con suspicacia, su solución. Su política conciliadora cambió de repente, cuando sus dos blindados, ‘El Cochrane’ y el ‘Blanco Encalada’, surcaron aguas chilenas.
‘toda la política internacional gira en este tiempo, dice el chileno Vicuña Fuentes, alrededor de dos buques: mientras ellos todavía se construyen, el Perú interviene, exige, provoca, y Chile negocia, retarda, dilata, aparenta ignorar el tratado Secreto y se esfuerza en las soluciones de paz. Sus hombres dirigentes mostraron un talento extraordinario, una rara perspicacia, una prudencia exquisita y un firme, sereno y silencioso patriotismo (¿por qué no decir codicia?). En medio de dificultades y suspicacias, cuyo detalle es inoficioso, lograron pactar con Bolivia el Tratado de 1874’.
El tratado del 74, que, como hemos manifestado, no era sino la confirmación del pacto del 66, dejaba amplio campo a nuevas detentaciones y abusos.
Pero había llegado el momento de la acción. Chile, adeudado enormemente, urgido por la necesidad, empujado por la codicia, no pudiendo soportar ya el dispendio de una militarización cada vez más exigente, pretexta una lesión a sus intereses por el impuesto de 10 centavos sobre quintal de nitro, que creaba el parlamento boliviano; reclama airado, impone condiciones deshonrosas a la soberanía, amenaza con el ruido de sus armas, lanza un ultimátum imperativo y, sin usar ninguna formalidad diplomática, declara roto el tratado del 66 y ocupa militarmente Antofagasta.
La guerra a Bolivia quedó declarada; la intervención amistosa del Perú para evitar la contienda dio a Chile la ocasión de maltratar la dignidad y el honor nacional peruano. Dándose por sorprendido del descubrimiento del tratado de alianza, aseguró enfáticamente que este tenía por fin su ruina, y pretendió del Perú el incumplimiento de pactos solemnes, con la declaración de su neutralidad. Bien conocía Chile la solución de este dilema por el Perú. El rechazo de tan absurda pretensión encendió la guerra, y esta quedó declarada”.
 Fuente: Semanario HILDEBRANDT EN SUS TRECE.del 17 al 23 de febrero 2017                                                          

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