Recuerdos inolvidables.
Por: Arturo Castro.
Cuando me remonto al pasado y llegan a mi mente recuerdos de vivencias que llenaron mi niñez, me solazo tiernamente y vuelve a despertar al niño que vive muy dentro de mí, retomo a mi infancia llena de alegrías, también de tristezas y necesidades, quién no las tuvo de niño; pero en el fondo feliz por el amor que me profesaban mis tías y abuela, el amor que por mí sentía mi querida mamá así le decía a mi abuela, fue grande, inconmensurable, no tiene espacio ni tiempo, ni modo de expresar, solo de sentir, con el correr de los años se ha fortalecido con los recuerdos gratos que guardo de ella, cuyo amor me profesó hasta el último hálito de vida, su último pensamiento fue para su hijo ausente y muy lejos geográficamente por razones de trabajo, pero muy cerca espiritualmente.
Como todos, quisiera mantener siempre hasta el final de mis días el niño que llevo dentro, ese niño que ríe con las cosas simples de la vida, el niño feliz que jugaba con su camioncito de madera y su patinete azul, que se apartaba del mundo cuando realizaba una actividad sencilla, simple y humilde, como ayudar a los ancianos o a los amigos; el niño que sufría con las miserias humanas, que lloraba desgarradamente por quienes no tienen acceso a una mejor calidad de vida; ese niño que gozaba con alegría desbordante sus íntimos sueños humanos y que de alguna manera se convirtieron en realidad palpable en sus años maduros, gracias al esfuerzo y perseverancia que le pusimos a nuestras acciones.
Frases que pueden parecer muy trilladas para algunos y muy nuevas para aquellos que viven contando las monedas de a cincuenta céntimos pensando si al día siguiente esas monedas les alcanzará para poder dar de comer a sus hijos, personas que viven en la extrema pobreza en lugares distantes del país, lugares donde no tienen acceso a la modernidad; pero, que tienen el espíritu de superación y que solo esperan la gran oportunidad para despegar y no perderse en los surcos y campos roturados, de obstáculos que la misma vida se encarga de colocar, quizás como una prueba para ver de qué madera están hechos esos seres y cuáles son sus fortalezas.
De aquellos inolvidables momentos que llenaron los días de mi infancia, los más nítidos, transparentes y que se quedaron grabados en el fondo de mi mente, son aquellos pasados al lado de mi querida y adorada abuela, aquella agradable, cariñosa y buena mujer, que me enseñó de qué tamaño es la bondad humana demostrado por los esfuerzos que hacía por amor a sus hijos lejos del lugar donde ella vivíamos. Algunos hechos se relacionan con las actividades programadas en el almanaque agrícola que manejaban los agricultores de la zona, como era la siembra y cultivo en algunas pequeñas parcelas que tenía y que las dedicaba a la agricultura, en la modalidad de partición con los jornaleros y que a su vez eran los cuidadores de estas.
Rayando el sol salíamos de la casa, ella enfundada en ropa de trabajo de campo gruesa con una pequeña carga sobre sus hombros envuelto en una manta de colores propios de la zona, protegida contra el frío y el sol llevando el paraguas negro, ataviada con su sombrero blanco que llevaba un listón oscuro, una banda colocada debajo de la copa del sombrero, muy característico y usado por las mujeres del campo.
Caminábamos los 5 kilómetros que nos separaban de la chacra como ella decía, atravesando primero las principales calles que nos llevaban a los extramuros de la ciudad donde se iniciaban las tierras de cultivo de diversos propietarios pequeños, medianos y grandes, caminábamos y conversábamos del amanecer, de los gentiles o apariciones, fantasmas, pishtacos que era la creencia popular y de sus actividades y esa carrozable que en épocas de lluvias se convertía en un lodazal y hacía más difícil el trasporte y caminata de las personas que la utilizaban, en ambos bordes tenía tierras de cultivo de gran tamaño y sus propietarios eran los gamonales de la zona.
Mientras el sol se elevaba sobre las alturas que circundaban la ciudad por el Este, muy lejos, detrás de la laguna de Paca estaban los cerros de Pancán, Chunan, y Huala, ambos caminábamos a paso regular, saludando a las personas que se dirigían en dirección contraria, al ingresar a un sector nos percatamos que era un sembrío de eucaliptos por su olor penetrante y aromático, que tenía un cerco perimétrico de adobe, luego seguíamos la ruta entre construcciones de adobe que protegían una serie de parcelas, los burros cargaban las garrafas de leche que trasladaban a la ciudad unas chicas que conducían a las acémilas a velocidad moderada para llegar temprano al mercado.
Transcurrido casi una hora y media de camino, que a mi edad era una eternidad, acompañados por un pastor que llevaba sus ovejas para tomar agua cerca de la orilla de la laguna de Paca, avistábamos las primeras parcelas que eran familiares porque pertenecían a los hermanos de mi abuela y que por las dimensiones eran las más grandes y fértiles, en esa zona le había tocado dos trozos de media hectárea, la más hermosa para mí por su paisaje, era la que le había tocado una cercana a la laguna de Paca, según sus hermanos esa era una gran ventaja por tener agua todo el año, pero lo que no decían es que la mayor parte del tiempo, un tercio del terreno estaba anegada, llena de agua, por lo que era muy difícil sembrar y lo es hasta hoy.
Mi abuela era una mujer respetuosa, callada y dócil, y confiaba, al igual que sus dos hermanas, en lo que sus hermanos les aseguraban, ellos eran los líderes, casi siempre los dos eran muy aprovechados, no eran justos en todos las actividades comunes que debían cumplir cada año los hermanos para las épocas de siembra y cosecha, mi abuela era muy activa, amorosa y trabajadora para su edad, edad en la que debería estar descansando y gozando quizás de una pensión como tantas mujeres de su edad, viudas como ella, hoy que han pasado los años desde su partida, miles de vivencias con ella hacen que me pregunte siempre, para poder entender sus sentimientos más profundos, su mundo éramos nosotros, su familia que tanto añoraba.
Entonces, en
mi madurez no es difícil entender de cómo estaba compuesto ese universo de
sentimientos llamado amor, que ella profesaba a sus hijos y de qué confines
está hecha la ternura con que me acariciaba o me consolaba cuando las penas y
tristezas invadían mi ser, especialmente en la navidad, solo sus queridas y
entrañables manos ajadas por el tiempo, podían morigerar un llanto enorme, una
enfermedad pasajera o una caída estrepitosa, porque me amaba en medio de su
tristeza sin fin y la limitada riqueza material en que debatía los días de su
vida senil, asistida por uno de sus hijos cuya esposa mostraba su cariño de una
manera particularmente utilitaria; así, ella acompañada por mí vivíamos en
medio de un enjambre de personas, preocupados por sus propios problemas y
necesidades, especialmente los más cercanos quienes habían olvidado la palabra
solidaridad y no conocían el concepto de bondad en su real dimensión, vivíamos
acorralados en medio de la vorágine de la vida provinciana.
Otros pasajes singulares que vivimos por aquellos días eran los preámbulos a los viajes a Lima, especialmente la primera vez que viajé, un gran trajín, compra de dulces y panes característicos de nuestra querida tierra, la gran aventura de viajar en tren, inolvidables días durante varios años, en que la acompañaba en sus interminables viajes de visita a sus hijos, mis recordados y queridos tíos residentes en Lima. El día del viaje, nos levantábamos de madrugada para preparar y empacar nuestras pertenecías, que no eran muchas, mas era la carga de costalillos de maíz y de papa que mi abuela llevaba como parte del bagaje para repartir a sus hijos.
Muy temprano acompañado de
un estibador especialista en la materia conocido como “lorito” Rodriguez por su
nariz característica, llegaba a casa muy temprano con su carretilla de madera y
trasladaba costales, maletas y canasta de dulces, así, mi abuela y yo
caminábamos al paso del estibador encaminándonos hacia la estación del tren, distante
aproximadamente 1.5 kms de la casa donde vivíamos y aunque el frio a esa hora
molestaba sobremanera no perdíamos el entusiasmo, ese día amaneció con cielo
despejado y el sol brillaba en el cielo azul, pero, algunos días el cielo amanecía nublado y en
otras con una lluvia torrencial que obligaba a caminar con paraguas y un
protector para evitar mojarse y así no pescar un resfriado casual.
El ferrocarril central como
ya dijimos, lo abordábamos en la estación central de Jauja a los 7 de la
mañana, allí mientras los pasajeros subían para ocupar sus lugares en los
coches y los vendedores ambulantes ofrecían manzanas acarameladas, gaseosas,
chicha y los riquísimos bizcochuelos calientes, yo contemplaba la inmensa mole
de fierro semejante a un gran dragón asiático que resoplaba con su sonido característico y como un
viejo toro de lidia, expulsando vapor
por sus inmensas fauces, mientras el pito sonaba apurando a pasajeros,
vendedores, brequeros y mirones, anunciando su partida, esa enorme mole de
fierros, jalada por locomotoras que hacían un ruido enorme y característico,
creado y levantado por el ingenio humano, iniciaba su movimiento lentamente
sincronizando bielas, barras de conexión o acoplamiento, y poco a poco agarraba
velocidad que no sobrepasaba los 50 kilómetros por hora y un movimiento
acompasado que desprendía un sonido monótono, llevando a sus pasajeros y carga
en una largo trayecto, plagado de curvas, puentes y túneles, Para alcanzar y
trasponer la cordillera de los Andes hacia el lado occidental el tren debía
superar y atravesar 58 puentes, 69 túneles, y alrededor de 6 zigzags, hasta arribar a la estación de Desamparados
en Lima.
El viaje al
principio era novedoso, la velocidad del tren era moderada ni muy rápido ni muy
lento, a la vera del río Mantaro que acompañaba al ferrocarril en todo su
recorrido, como dijimos líneas arriba, las casas y las parcelas de sembríos
pasaban a mi vista rápidamente, el tiempo de viaje total sumado a las paradas
obligatorias en las estaciones a lo largo de su recorrido sumaban casi 10 horas,
diez largas horas de estar sentados en una bancas de madera, de movimiento y
sonido monótono del tren que debíamos aguantar pacientemente, teníamos la
libertad de pararnos y caminar dentro del coche, lo que me llenaba de alegría
eran los innumerables paisajes que se descubrían a mi vista eran
indescriptibles, dignos de pintarse en grandes cuadros y el recorrido en la
mayor parte a la vera del majestuoso rio Mantaro en cuyo recorrido hacia la
Oroya se estrechaba, sus aguas torrentosas bajaban de las alturas más
pronunciadas, desde el Lago Junín y durante su recorrido estrecho bajando
alimentaba a las tierras aledañas cuyos sembríos florecían, luego se abría
ingresando al amplio valle de Jauja y
Huancayo regando y alimentando las tierras fértiles del incontratable valle que
se abría a sus anchas.
El tren seguía su camino y estaba tan cercano a la carretera y a la orilla del río que permitía oler el irresistible perfume de las flores que bordeaban sus orillas, el verdor del paisaje lleno de eucaliptos y sembríos, y las flores amarillas de la retama bordeaban la vía del ferrocarril que se desplazaba como una gran boa, abriendo sus fauces y expulsando el vapor y el humo del carbón que hacía funcionar la locomotora, el olor era más penetrante cuando se atravesaban los innumerables túneles de esta vía. Nuestra parada en la Oroya, la ciudad sumergida en una niebla de humos tóxicos producidos por la refinería de cobre, la población niños y adultos con ropa gruesa, allí la parada obligada para que bajen y suban pasajeros, los mineros pululaban en la ciudad con sus cascos característicos, los vendedores ambulantes ofreciendo sus choclos con queso y dulces, muchos viajeros compraban o bajaban a comerse un caldo de ranas y luego de unos minutos nuevamente se reanudaba el viaje subiendo la pendiente andina hasta llegar el paso obligado de Ticllio.
Tramontada la cordillera el tren iniciaba el descenso, se detenía en la estación de Casapalca, centro minero en cuya maestranza trabajaba mi padre, quien subía por momentos a saludarnos y abrazar a su madre con especial cariño, seguía el viaje y después de dos horas, sentía que el tren disminuía la velocidad, es que ingresábamos a la zona de los zig-zag, proseguía el viaje y pasábamos momentos de gran tensión cuando llegábamos al denominado puente infiernillo, una maravilla de la ingeniería de aquellos tiempos. Luego el descenso en zigzag, no había otra forma de desplazamiento del tren hasta llegar al nivel de Chosica y de aquí hacia Lima era solo escasamente una hora y media o quizás dos, a las 5 de la tarde llegábamos a la estación Desamparados de Lima, allí nos esperaban mis tías que habían ido a recibirnos, después de los abrazos y besos cariñosos de bienvenida, subíamos las escaleras de la gran Estación de trenes de Lima, cargando nuestras bártulos hasta llegar al nivel de la calle, tomar un taxi que nos llevaría a la casa de una de mis tías donde permaneceríamos casi un mes, el taxi enrumbaba hacia el distrito de Lince, atrás quedaban los recuerdos de un novedoso y sorprendente viaje a Lima, el taxi siguió su rumbo y se perdió en el atardecer limeño, yo iba sorprendido sentado en la parte de atrás, pegado al regazo de mi madre quien me miraba con amor y mi mirada se posó en las vías de esta ciudad llenas de personas que caminaban apuradas, encantado de conocer una gran urbe de la que tanto había escuchado hablar y contar a mis mayores en mi querida Jauja. Lima nos dio la bienvenida.
Imagen: gettyimages. Glowimages





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