El Túnel del tiempo.
Nota de Redacción:
Alcanzamos a nuestros lectores la
Nota Preliminar a la obra “Memorias del
Cautiverio”, escrita por Dn. Ventura García Calderón, hijo del Presidente
mártir Dr. Francisco García Calderón Landa, en el que hace una presentación de
la obra y semblanza de su ilustre padre el Presidente del Gobierno Provisorio,
conducido preso a Chile, donde recibió maltrato y fue confinado a lugares
insalubres carentes de seguridad para su familia, objeto de abusos irreproducibles
por las autoridades chilenas, por no aceptar un tratado de paz con cesión
territorial, que querían imponer a Perú los chilenos durante la guerra de 1879.
NOTA PRELIMINAR
“De doscientas seis páginas,
escritas de puño y letra, constan las memorias que escribió al salir del duro
cautiverio en Chile el “Presidente mártir”, el Presidente del Gobierno de la
Magdalena Don Francisco García Calderón.
A fin de no enturbiar la
atmósfera política de entonces y deseando no agravar con ácidos comentarios la
dolorosa postración en que se hallaba el Perú después de la guerra con Chile,
mi padre conservó inédita hasta su muerte esta obra fundamental para la
historia patria. Sereno, imparcial, patriota acérrimo, organizando desde la
prisión la resistencia, peruana, no quiso elevar el tono ni exhalar una acritud
que hubiera sido legítima, ni acusar a nadie cuando él era quizás el único gran
político de nuestra infausta guerra, que hubiera tenido derecho de enjuiciar a
sus contemporáneos.
Conservadas inéditas en su
totalidad, las memorias fueron analizadas, en un folleto, El Cautiverio de
Francisco García Calderón (1938), que publicó mi querido amigo Luis Humberto
Delgado, autor de un libro magistral: La obra de Francisco García Calderón en
el primer centenario de su nacimiento (1934).
Mi padre quiso intitular su
obra Las Repúblicas hispanoamericanas y una buena mitad de este libro puede
justificar ese título. Con fervor quijotesco, García Calderón predicaba la
confraternidad de nuestras repúblicas y “panamericanismo” antes de que ello se
tomase moda corriente. Genial acierto y osada actitud fue la de afirmar esa
hermandad efectiva cuando él acababa de sufrir en Chile el más ominoso
cautiverio.
Con magnanimidad casi exagerada que era una forma de su anímico
pudor, no quiso hacer hincapié en los sufrimientos que infligió Chile en Angol
a los prisioneros peruanos allí congregados; y escamotea aquí la propia afrenta
cuando no puede olvidar que en Rancagua el Gobierno chileno iba acentuando cada
día los malos tratos para con su ilustre cautivo a fin de torcer aquella
voluntad inquebrantable.
No se me ha borrado de la memoria lo que tantas veces
escuché referir a mi madre con los ojos llenos de lágrimas: al hijo que nace en
Valparaíso le dan por cuna irrisoria un cajón de Burdeos; el Arzobispo de
Santiago, olvidando sus deberes y la caridad evangélica, exige que el niño por
bautizar sea inscrito en el registro bautismal como ciudadano chileno y por eso
mi hermano Francisco solo pudo ser cristianizado en Buenos Aires.
En Rancagua, cuando
quiere el enemigo romper la férrea voluntad de su víctima, le da por
alojamiento una semibarraca hedionda a cuya puerta cerrada acuden en las noches
los rotos ebrios de la cantina próxima echando sonoramente el pecho del caballo
y gritando “Muera el Presidente García Calderón”. Dos mujeres temblorosas, mi
madre y mi abuela, escuchan en la sombra, sin dormir, la amenaza que pudo
hacerse efectiva si algún “araucano indómito” y más cargado de licor, hubiera
llegado a derribar el portalón.
Tan tristes razones me hacen
preferir el título de Memorias del Cautiverio para estas páginas pensadas, si
no escritas, en los diferentes domicilios que impuso la brutalidad del
vencedor. En la historia de los prisioneros célebres, no conozco ninguna
actitud más ecuánime: a pesa r de grave infortunio, el prisionero solo quiere
pronosticar con optimismo el futuro engrandecimiento de su patria.
Hoy que las personalidades
de más relieve en la guerra con Chile son objeto de prolijo y a veces
apasionado examen, parece oportuna la publicación del presente libro; al
hacerla creo cumplir con un deber filial. Lo que más sorprenderá de las
confesiones de mi padre en su irradiante bondad que no suele ser virtud
peruana.
En el fondo de aquella alma insigne, la caridad cristiana hizo nido.
Olvidaba agravios e injusticias, los excusaba. Al hombre que había puesto a
precio su cabeza en 1881, lo perdonó en 1895. En un salón de la Universidad de
San Marcos, don Nicolás de Piérola, zalamero y extremoso cuando quería agradar,
tomó el brazo a mi padre para rogarle en nombre de un Perú desquiciado que
olvidara los excesos de ayer.
Fui yo a los nueve años de edad testigo
presencial de la escena. Tantos halagos y promesas de sano gobierno profería el
marrullero caudillo que venció en fin de cuentas la resistencia del antiguo
adversario, y una leal amistad comenzó entre ambos hijos famosos de Arequipa.
Pero el enérgico prisionero de Rancagua no se engañaba al elegir su perdón.
Su
indulgencia clarividente, su equidad sublime no confundió jamás los tremendos
errores de Piérola, con los crímenes de lesa patria. Su mano nívea, estatuaria,
posada como la de Moisés, sobre las Tablas de la Ley, sabía dar también
bofetadas. Así ocurrió por ejemplo con un político de cuyo nombre no quiero
acordarme.
Un día llamó este a nuestra puerta de la cale Amargura. Venía
probablemente a solicitar también una absolución. Entonces mi padre ordenó al
criado que respondiera (escucho todavía su voz glacial):
-Dígale usted a ese
caballero que esta no es casa para él.
Si queremos medir el alcance
de tan altivo rechazo, adaptaremos al Perú el verso del insigne poeta argentino
José Mármol:
Como hombre te perdono mi cárcel y cadenas; pero como
“peruano” las de mi patria, no”.
Notas:
García Calderón, Francisco. Memorias del Cautiverio. Págs.
7-10. Librería Internacional del Perú S. A. 1949.
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