Por su
importancia y actualidad, he tomado de la edición española de 1922 del libro “La guerra entre el Perú y Chile” de Sir
CLEMENTS MARKHAM, el último capítulo, publicado por el semanario limeño “Hildebrandt en sus trece” del 9 de
junio 2017.
En este
capítulo el autor hace un balance de ganancias y pérdidas que arrojó esta
guerra para cada uno de los países intervinientes, centrando su análisis en lo
que cada uno de los países lamentablemente perdió, cómo esta guerra afectó al
pueblo peruano que sufrió en carne propia el salvajismo, el robo, violaciones de
mujeres por una tropa incontrolable cuando se embriagaba, con la anuencia y
hasta cierto punto complicidad de quienes debían controlarlos
disciplinadamente, en las ciudades y pueblos que ocuparon.
Describe el
abuso al que fueron sometidos los ciudadanos, el pago de cupos y exacciones a
que fue sometida una población abandonada a su suerte por Nicolás de Piérola y
su gobierno, preocupados en huir del escenario principal de la guerra.
No fueron
soldados los que premunidos de sus armas impusieron sus botas sobre una
población indefensa, fue a no dudarlo una gavilla de potenciales delincuentes,
que uniformados abusaron de la población y extranjeros avecindados en las
principales ciudades especialmente en Lima.
“La costa entera del Perú con su capital cayó
bajo la planta del vencedor, desde los días terriblemente cruentos de enero de
1881; mas la costa, si es la región mejor conocida del Perú, no es con mucho ni
la mayor ni la mas importante de su territorio.
La antigua metrópoli imperial, la ciudad de los
Incas, Cusco quedó fuera del radio de la ocupación chilena, así como los
populosos centros departamentales andinos de Cajamarca, Huaraz, Tarma, Jauja,
Ayacucho, Andahuaylas, Puno y Lampa. Arequipa se libró asimismo de los horrores
de la guerra, si bien estaba al alcance de los invasores.
Consumado el desastre, el jefe supremo Piérola
retirose a los valles altos de los Andes, deteniéndose por algún tiempo en
Jauja y estableciendo al fin sus cuarteles en Ayacucho. El coronel Cáceres
comandaba el escaso resto de las fuerzas que se retiraron de Lima. Desde el
comienzo los conquistadores sintiéronse desazonados dentro de la capital.
Tras arruinar a la población costeña con cupos de
guerra y dejarla exhausta, arrancando tan solo a Lima 1’000,000 de dólares, era
evidente que la ocupación iba a trocarse por fuerza en una sangría a sus
propios recursos, pues los impuestos crecidos a las mercaderías acaban por
arruinar el comercio extranjero.
Al principio, las autoridades chilenas se
inclinaron a abrir negociaciones de paz con Piérola, que todavía estaba a la
cabeza del único gobierno reconocido del Perú. El ministro de los Estados
Unidos. Mr. Christiancy, aseguró que Piérola estaba dispuesto a tratar, y el
propio jefe supremo nombró a dos comisionados suyos con tal objeto.
Mas, de pronto, los chilenos declararon que no
estaban dispuestos a tratar con él ni a seguir reconociéndolo por representante
del gobierno peruano; y fundaban su rechazo en el cargo que les imputaba el
secretario de Piérola, de haber violado el armisticio de Miraflores.
Que el cargo era cierto, aunque no hubiera
intención dolosa en ninguna de las partes, se ha probado sin lugar a duda; mas
esa circunstancia no lo hacía menos censurable. Así se produjo un rompimiento
completo. Viendo algunos ciudadanos principales de Lima que no había probabilidades
de que los chilenos negociasen la paz con el gobierno de Piérola, temerosos de
las exacciones de los ocupantes y con la esperanza de deshacerse de ellos,
iniciaron un movimiento para establecer un gobierno provisional.
Los chilenos en su trato con el desgraciado
pueblo vencido, habíanse mostrado crueles y faltos de generosidad; pero nunca
lo fueron más que en el nombramiento de gobernador militar de Lima. Confiaron
dicho cargo al hombre que había sembrado ruina y destrucción en todo el norte
del Perú, que había incendiado las casas de los civiles y las ciudades
indefensas, robado cuanto le fue posible y sumido en la desolación a infinidad
de hogares antes prósperos y felices.
El capitán Patricio Lynch fue nombrado gobernador
de Lima, y se dispuso a ajustar cuentas al pueblo de la capital. Sus superiores
parecían dispuestos a entrar en arreglos y le ordenaron que facilitase la
constitución de un gobierno provisional. En tal virtud, una Asamblea compuesta
por cerca de cien ciudadanos designó para el desempeño de la ingrata tarea a un
eminente jurisconsulto, Don Francisco García Calderón.
García Calderón había nacido en Arequipa en 1832,
en donde hizo sus estudios de abogado y residió hasta 1859, en que se
estableció en Lima. Allí publicó su Diccionario
de Legislación (1859-1862), obra de admirable erudición e investigación. En
Lima fue abogado consultor de varias considerables firmas mercantiles, y reunió
apreciable fortuna, sin desmedros de su justísima reputación de integridad y
rectitud. Todavía ejerce gran influencia en Arequipa, su ciudad natal.
El gobierno chileno permitió que la nueva
administración se instalase en el villorrio de la Magdalena, y allí inauguró su
nuevo gobierno el Dr. García Calderón el 12 de marzo de 1881, congregando en
torno suyo a varias personalidades influyentes(…)
Pero la circunstancia de que esa administración
se organizase con permiso y bajo los auspicios de Chile debía ser fatal a su
influencia y popularidad. Calderón convocó al Congreso anterior a la guerra;
pero solo acudieron unos pocos representantes. Los chilenos cedieron el
edificio de la Escuela Militar de Chorrillos para sede de las sesiones, y allí
se reunió triste y vergonzantemente lo que se llamaría en Inglaterra Rump Congress (Congreso bastardo).
Figurabanse los vencedores que García Calderón y
sus consejeros aceptarían cualesquiera condiciones de paz que gustaran
imponerles; pero el congreso se negó a conceder al presidente autorización para
convenir en la menor cesión definitiva de territorio y, en consecuencia, el 23
de agosto, hubo de disolverse.
Mientras tanto, García Calderón acariciaba
esperanzas de intervención de los Estados Unidos, esperanzas a que dio cuerpo
el reconocimiento que el 26 de junio hizo de su gobierno el ministro americano.
Viendo surgir tales expectativas y que el Dr. García Calderón era demasiado
honrado y patriota para ser un instrumento en sus manos, los chilenos
resolvieron derribar al que habían elevado. El gobierno de García Calderón fue
pues, abolido con tosca brutalidad por el Gobernador Lynch el 28 de setiembre,
y su jefe llevado preso a Chile.
Entretanto el supremo jefe Piérola convocaba una
Asamblea Nacional en Ayacucho y renunciaba ante ella sus poderes dictatoriales
el 28 de julio. Los representantes lo eligieron presidente provisorio; más
sintiendo él su fracaso y que el partido más patriótico era retirarse, al menos
por un tiempo, renunció al supremo cargo el 28 de noviembre de 1881, se dirigió
a Lima como simple particular y se ausentó luego del país. A la vez, se
retiraban a la vida privada los generales Buendía y Silva.
Por la forzada ausencia del Dr. García Calderón,
hízose cargo del gobierno el almirante Montero, en su calidad de
vicepresidente. Permaneció durante algunos meses en Huaraz, al norte del Perú;
pero en agosto de 1882, se dirigió a Arequipa donde fue recibido con
entusiasmo. Consagrose luego a constituir un nuevo gobierno(…).
Bolivia se ha mantenido fiel a su aliado y se ha
consagrado también a la reorganización de su ejército. En setiembre de 182,
Montero avanzó hasta la Paz a entrevistarse con el general Campero; y parece
que la resolución de los aliados es mantenerse en armas hasta que los chilenos
acepten condiciones de paz más justas y racionales.
Cubierto de heridas, arrasado su extenso litoral,
segada la flor de su juventud, el país de los Incas arrostra aún al enemigo
heroicamente. En esta hora de supremo peligro, ha desaparecido toda disensión
civil y los más turbulentos espíritus hacen olvidar sus pasadas revueltas con
su patriótica devoción al deber frente al enemigo.
En la guerra entre países civilizados, el
vencedor procede como si su enemigo pudiese convertirse más tarde en amigo, y
procura disminuir, antes que aumentar inútilmente, el peso de la desgracia
humana que causan sus nefastas operaciones; pero los chilenos hicieron lo
contrario: han hecho saborear a sus antagonistas toda la amargura de la derrota
con mil formas de ultraje y de violencia y mediante un plan de pillaje total, y
han dilatado innecesariamente el área de las operaciones hostiles.
En Lima han arrancado a los particulares
cuantiosas sumas de dinero y han capturado y prendido a muchos ciudadanos
importantes a los que han desterrado a remotas regiones de Chile. Han trocado
en cuarteles y robado y destrozado los tesoros de los planteles educativos,
incluso los colegios de San Carlos y San Fernando, al Escuela de Artes y la
Biblioteca Nacional, dejando a los estudiantes peruanos sin libros instrumentos
de aprendizaje, ni instrucción.
A la vez, efectuaban excursiones de pillaje al
interior, desde varios puntos de la costa: Poco después de la ocupación de
Lima, el coronel Arístides Martínez, con una fuerza suficiente, desembarcó en
Chimbote y ocupó la ciudad de Trujillo. Otra fuerza menor se apoderó de
Pacasmayo. Una tercera se aventuró hasta lo minerales de plata de Cerro de
Pasco y llegó hasta Huánuco, en donde hizo una atroz carnicería de indios
semiarmados.
En enero de 1882 una fuerza de 5,000 hombres
ocupó los valles de Tarma y Jauja, comandada por el coronel Del Canto, quien
puso guarniciones, así como en Oroya, en Concepción y Huancayo. Despachose
otros destacamentos a Cañete, Chincha, Pisco e Ica al parecer con el simple
objeto de saquear y matar sin motivo.
En la época incaica habitaba en el valle andino
de Jauja, ubicado entre las cordilleras marítimo y oriental, una tribu llamada
Huanca, que muy pronto se adaptó y asimiló a la civilización cuzqueña. Dichos
huancas opusieron tenaz resistencia a los soldados de Pizarro; pero las bajas y
sufrimientos que les causó la crueldad española curolos en parte un hábil
sistema que elevó a las víctimas muy por encima de sus opresores europeos.
Levantose en cada aldea del valle de Jauja una
cuenta exacta, con ayuda de los quipos, de las pérdidas que sufriera cada uno
al paso de los conquistadores; la suma total se dividió entre el número de
aldeas, y las que habían sufrido más allá del promedio común recibieron auxilio
y socorro hasta una cantidad igual a la de las que sufrieran menos.
Mas ahora los descendientes de los huancas iban a
padecer una invasión más cruel aún. Rechazaron bravamente las incursiones
saqueadoras de las guarniciones chilenas, armados solo con lanzas y hondas, y,
como sus ascendientes, fueron implacablemente victimados y sus casas derrunbáronse
entre las llamas.
Pero el auxilio estaba cercano. Desde principios
de 1882 el general Cáceres hallábase en Ayacucho ocupado en organizar
activamente un ejército para defender el interior del Perú, hasta que en julio
pudo entrar en campaña. El coronel Del Canto se acuartelaba en Huancayo al
frente del grueso de la división chilena y había una guarnición de setenta y
siete hombres del regimiento Chacabuco en la ciudad de Concepción. El primer
encuentro se realizó en Marcavalle, villorio a tres leguas de Huancayo.
Enseguida los peruanos avanzaron hasta Concepción
y, tras porfiada defensa de sus cuarteles, la guarnición chilena fue deshecha
el 9 de julio de 1882. Entonces Del Canto reagrupó a las otras guarniciones de
Tarma, Jauja, Huancayo y se retiró por la vía de Oroya hasta la estación
terminal de Chicla, no sin reducir Concepción a cenizas en represalia por la
derrota chilena.
Entretanto, un corto destacamento peruano, a
órdenes del coronel Tafur, había cruzado Oroya y acampado en las alturas de
Casapalca. Sorprendiolo allí el teniente Stuven al frente de 300 carabineros y
lo obligó a retirarse tomándole cuarenta y ocho prisioneros. No obstante, los
peruanos permanecieron en las cercanías en actitud hostil; y Stuven, a quien
estorbaban sus prisioneros, decidiose a cometer un crimen que prueba la
profunda desmoralización que corroía a los chilenos. Ordenó a los infelices que
formasen en línea y los hizo fusilar hasta el último.
De rematar a los heridos encargose el afilado
corvo araucano. Continuando luego su retirada, los invasores, manchados por tan
infame acción, evacuaron el valle de Jauja. El general Cáceres despachó
entonces algunas tropas a ocupar por una marcha de flanco un punto del
ferrocarril para cortar la retirada a Del Canto.
El 22 de julio la guarnición chilena de 100
hombres de San Bartolomé, Estación del Ferrocarril Central situada a cincuenta
millas de Lima, fue resueltamente atacada por aquellas fuerzas; pero recibió
refuerzos de Lima, llevados por el general Gana, y los atacantes hubieron de retirarse
en buen orden a las montañas. Los chilenos arruinaron varias aldeas más en el
curso de la línea y acabaron por retirarse hasta Chosica, lugar situado a 24
millas de Lima.
El general Cáceres limpió, por lo tanto, de
invasores esa región del Perú. Estableció sus cuarteles en Tarma en agosto de
1882 y prosiguió en su obra de armar y organizar fuerzas. Huancas, iquichanos,
pocras y morochucos afluían a sus banderas por millares, listos todos a
defender sus queridos valles contra la invasión; pero la tarea de armar y adiestrar
a esas muchedumbres ha de ser lenta y difícil.
Con todo, su jefe es de los que no cejan fácilmente
en su empeño. Ayacucho es la tierra natal de Andrés Cáceres. Allí lo rodea su
propio pueblo. Todos saben que es el caudillo que ha peleado por su patria en
casi todas las acciones que se han librado en el territorio nacional desde que
puso el pie el invasor en Pisagua. Cubierto está de gloriosas heridas.
Ha visto a los chilenos huir en Tarapacá ante sus
bravos ayacuchanos y aquella jornada justifica la esperanza que inspira de
nuevos triunfos para la buena causa. Es veterano de comprobado valor, larga
experiencia militar y capacidad.
Extensión tan inútil de los horrores de la guerra,
como la que hicieron en el centro, proyectaban los chilenos realizar en el
norte del Perú, cuya defensa dirigía el coronel Miguel Iglesias. En consecuencia,
una fuerza de 300 hombres partió del puerto de Pacasmayo a internarse en el
valle de Jequetepeque, con el propósito de asolar el departamento de Cajamarca;
pero Iglesias le salió al paso, en San Pablo, a doce millas de Cajamarca, la
derrotó y puso en fuga a Pacasmayo, tomándole su hospital de campaña.
Reforzados después, regresaron y, al cabo, siguiendo las huellas de Pizarro,
entraron en Cajamarca como invasores.
Los frutos que recogió Chile de esas hazañas de
conquista fueron la rápida degradación moral de los individuos que la
realizaron. Al principio solo cebaron su barbarie en la propiedad pública; más
tarde bombardearon ciudades indefensas; en breve, no respetaron ya la propiedad
privada y enviaron a Lynch a que robase y destruyese a ciegas; vinieron
enseguida, los saqueos de cuadros y bibliotecas públicas.
Hasta entonces, al menos así se declaraba, todo
se hacía en beneficio del estado; pero, al fin, oímos hablar de rapiñas en masa
y de extorsiones que enriquecían a los jefes; y los cargos han sido tan graves
que el capitán Lynch se ha visto obligado a llevar al coronel Letelier y a
otros oficiales ante consejos de guerra. Tan rápido es el descenso por la senda
del egoísmo y de la inmoralidad.
Ahora nos queda por hacer el balance de las ganancias
y pérdidas de los beligerantes. Chile ha enloquecido de orgullo por sus
gloriosas victorias, se ha apoderado de grandes cantidades de objetos de guerra
y ha arrancado cuantiosas sumas de dinero a los particulares. Ha conquistado la
costa íntegra de Bolivia y la provincia de Tarapacá y tiene a su disposición el
resto del litoral peruano.
La capital de su enemigo está en sus manos; sus
pobladores, bajo su planta. Ha sembrado la ruina, la desolación y la muerte en
la república vecina; ha sumido en el duelo y la desesperación a millares de
esposas y de madres, para saciar su sed de gloria; ha asolado miles de hogares
y arruinado a innumerables familias.
Son, se dice, las inevitables consecuencias de la
guerra; y Chile, con su nuevo espíritu, sonríe indudablemente ante tales
consideraciones. Pero ¿dónde está su efectiva ganancia líquida? En la
apropiación de un abono que pertenece a sus vecinos. ¡Eso es todo! Y de este
provecho hay que descontar la pérdida de sus virtudes de justicia, de
humanidad, de amor a la paz. Tales son sus pérdidas. Más la de que, en
adelante, como no enmiende rumbos, ha de sufrir aún más del predominio del
elemento militar y de las ideas que engendra la conquista.
La sola esperanza que le resta es que, al cabo,
oiga mejores consejos. El 18 de setiembre invistió la primera magistratura un
nuevo presidente, don Domingo Santa maría. Nacido en 1925 y graduado en la Universidad
de Santiago, el señor Santa María ha tenido larga experiencia en la
administración pública; y también ha conocido la adversidad. Miembro del
partido liberal y mezclado en sus intentos revolucionarios, ha sido por dos
veces desterrado.
En la primera vez en 1852, halló un hogar en
Lima, en su segundo destierro fue a residir por largo tiempo a Europa. En 1863
fue ministro de Hacienda y en 1866 firmó con el Perú el tratado
ofensivo-defensivo contra España. En su calidad de ministro de Relaciones
Exteriores dirigió las negociaciones de mediación con el señor Lavalle, antes
de la declaratoria de guerra.
Es de esperar que el señor Santa María, que en su
prolongado destierro halló hospedaje en el Perú y tuvo relaciones tan amistosas
con los peruanos, tenga la energía suficiente para contrarrestar los
sanguinarios instintos del pueblo chileno y emplee su influencia en dar
generoso o cuando menos considerado tratamiento a sus vecinos. La política
contraria será siempre, al cabo, más nociva para Chile que para el Perú. Los
políticos chilenos deberían tener muy presente el viejo proverbio La codicia rompe el saco.
La patria de los Incas, gracias al odio de los
tenedores de bonos, se ha visto torpemente juzgada. Poniendo de lado la opinión
de esos financistas y especuladores, concluyamos con la evaluación de las
pérdidas y ganancias del Perú. Las primeras son las gloriosas victorias, los
combates homéricos, las titánicas luchas que Chile proclama a son de trompeta a
todos los vientos, pérdidas en verdad, fuertes. El salitre no debe entrar para
nada en nuestro balance.
El Perú ha perdido a sus hijos más valerosos, su
ejército y su armada, la flor de su juventud. Al lado de pérdidas tales, la
provincia desierta, el abono y otras cosas por el estilo nada significan. ¿Y
las ganancias? Consisten en consuelos heroicos, brillantes ejemplos, memorias
honrosas que para el infortunado pueblo han de reemplazar al provecho efectivo.
Quizá el sacrificio del héroe de Angamos sea en lo porvenir positiva ganancia
para su país.
El modo como cayó el valeroso Espinar frente a
los cañones chilenos también es un provecho. La flor de la raza incaica segada
en la Cuesta la Visagra a punto de obtener la victoria no es una pura pérdida. El Perú perdió a sus hijos, pero ganó ejemplos
heroicos y altas memorias. Esas hazañas y muchísimas otras semejantes son
hazañas de patriotas.
No habrían podido ser tales, de producirse en una
guerra civil o por injusta causa; pero como se produjeron en defensa de la
patria contra enemigos extranjeros, son motivo de legítimo y glorioso orgullo;
y el pueblo debe considerarlas como ganancia efectiva. Por otra parte, los
desastres han de haber enseñado patriotismo y verdadero sentido del deber a los
gobernantes.
Sin embargo, hoy todo parece tétrico y confuso.
El Perú aguarda en angustiosa suspensión, pero con la frente en alto,
condiciones de paz racionales. Ha de cederse la provincia entera de Tarapacá
hasta Camarones. Con ella se irán el nitrato y el guano, pero también los
reclamos derivados de sus rentas.
Esas falsas riquezas solo han sido una maldición
en manos de sus dueños, porque suscitaron y alentaron a los financistas. Ahora
son los trofeos de guerra. Habrá de padecerse también otras exacciones. Hasta
aquí Chile no se ha manifestado considerado ni generoso. Pero cuando el
conquistador entre en razón, el Perú será aún más rico y sabio en el porvenir.
El país de los Incas era una tierra de cuantiosos
recursos naturales antes de que se descubriese el salitre y lo será más tarde,
ya desaparecido este. El Perú comenzará su nueva vida, libre de la deuda
externa aneja al fertilizante, pues aquella corre la suerte de este; pero
todavía le espera brillante y próspero futuro en su camino.
Mientras Piérola ocupaba todavía el poder, Don
Melchor Terrazas llegó a Lima como plenipotenciario de Bolivia, para negociar
un tratado de unión de ambos países. La discusión de los detalles fue
satisfactoria y la unión del Perú y Bolivia bajo la fórmula de Confederación
Perú-Boliviana se proclamó el 16 de junio de 1880. Posteriores desastres impidieron
que prospere ese proyecto, y por otra parte, Chile, celoso de todo plan que
signifique el progreso de sus vecinos, lo tacha.
Pero Chile es ultra
vires (Por encima de las fuerzas) en
este asunto; y si ambas repúblicas llegan a la convicción de que su alianza les
será ventajosa, así se hará; de no, seguirán siendo vecinos amistosos, cuya
amistad fortalecerán los recuerdos de las gloriosas luchas fraternas en
Pisagua, en San Francisco, y en Tacna. Aún brilla la esperanza para ambos
países, a despecho de la desastrosa invasión, peor que de los antiguos
conquistadores, que ha enlutado sus hogares; todavía cuentan con elementos de
progreso pacífico y de prosperidad la tierra de la ciudad sacrosanta y la
tierra del lago sagrado”.